LAS MERCEDES DEL LLANO: MÁS DE UN SIGLO DE HISTORIA

LAS MERCEDES DEL LLANO: MÁS DE UN SIGLO DE HISTORIA
LIBRO DE EDGARDO MALASPINA.




LAS MERCEDES DEL LLANO Y SU HISTORIA

LAS MERCEDES DEL LLANO Y SU HISTORIA
2014

domingo, 10 de mayo de 2015

CONVERSOS

CONVERSOS


 Edgardo Malaspina


Los golpes    insistentes en la puerta lo despertaron. Turbado aún por el sueño se sentó en el chinchorro, buscando en la oscuridad la linterna. Se frotó los ojos con su mano izquierda y miró su reloj de bolsillo que estaba en el suelo junto a unos libros y papeles: eran casi las dos de la madrugada.

-El tiempo es un invento de los relojeros-murmuró distraídamente, sin saber por qué, pero en alguna parte lo había leído.


Una lluvia menuda se deslizaba lenta tras la noche, golpeando suavemente el viejo techo de cinz. Sintió flojera y muchas ganas de seguir durmiendo, mas el sentido del deber se impuso. Colocó algunos instrumentos en su maletín. En la calle lo aguardaban los que vinieron por él. No cargaban carro por lo que se marchó con ellos a pie con paraguas.

-Nuevamente está mal- dijo uno de los acompañantes.

-Es poco lo que puedo hacer- contestó y pensó en las calles del pueblo,  tan solas como en el día.

La lluvia intermitente e indecisa hacía más triste la noche. Los árboles permanecían  quietos, mientras el agua los penetraba con un arrullo apenas perceptible.

-En noches como estas sólo deambulan por las calles de los pueblos los curas y los médicos-una vez le dijo un colega, y sintió que de alguna manera estaba cumpliendo su papel.

Avanzaron por una callejuela recta hasta llegar a los muros grises de la plaza, y luego cruzaron hacia una calle espaciosa antes de llegar a la  lo que los lugareños denominaban avenida.

-Una de las cosas más inútiles es un paraguas- rompió el silencio uno de los caminantes.

El doctor apenas  hizo un gesto afirmativo, observando que todos tenían sus cuerpos y  vestimentas mojadas, excepto sus cabezas.

Se acercaban a la casa, bajo las luces opacas de los faroles, sorteando los charquitos y pozos de agua recién caída; cuando desde el balcón del bar “Ayúdame a vivir” alguien vociferó:

-       ¡Venga a echarse una cerveza bien fría, doctor¡

    Reconoció a una cara amiga y saludó sin decir palabra. En unos cuantos minutos estaban en la casa: una construcción colonial de paredes altas y ventanas amplias, separad de la calle por un jardín con caminitos de flores muy bien cuidadas.

   En el cuarto de la enferma se encontraban los familiares y algunos vecinos. Doña Eusebia en su cama respiraba con mucha dificultad. Su piel estaba flácida y muy pálida. Su rostro llevaba la impronta de los que soportan una larga y penosa enfermedad.

-Haga algo por mí, doctorcito, ¿hasta cuándo tanto martirio?-dijo con voz entrecortada y fatigosa.
 
  El doctor tomó asiento al lado de la enferma y empezó a hurgar en su maletín; agarró su mano derecha, buscando el pulso. Observó sus dedos huesudos con los pulpejos color violeta.

   Los presentes se agolparon alrededor de ellos y pensó que el momento era comparable a una escena de tragedia teatral, mientras contemplaba una estampa desvaída de una santa que colgaba en la pared. Al lado de ésta había una fotografía vieja de un hombre vestido de militar de bajo rango.

-Doctor, se lo suplico, dígame qué es lo que tengo, no me engañe, quiero saberlo todo-dijo doña Eusebia con la angustia de quien sospecha y casi está seguro de una verdad terrible; pero en el fondo no quiere saberla.

     Mientras examinaba a la paciente el doctor no hizo un análisis clínico de una situación que harto conocía.  Hizo un recorrido por las vidas de ambos.  Pensó en las extrañas circunstancias que lo unían a la anciana. Muy diferentes, sin embargo, coincidían en una misma encrucijada. ¿Qué podía hacer por una enferma grave, con un cáncer terminal, y que lo veía como su única esperanza?. No hay mayor soledad que la de un médico cuando constata la impotencia de su profesión, pensó , y llegó a ver a doña Eusebia en su jardín regando las matas, cortando flores y limpiando los caminitos que siempre le habían atraído desde niño. Él se entretenía mirando los pájaros en sus jaulas.

      Doña Eusebia desde niña había sido educada en las estricta y rancia tradición cristiana. Asistía a la misa todos los domingos. Eran los tiempos de los velos y los sermones interminables en latín. Se la imaginó en la iglesia, arrodillada, pronunciando una oración con un movimiento levísimo en sus labios; cerca del baptisterio tomando el agua bendita, besando y limpiando las figuras de yeso de los santos a la luz de las ventanas arqueadas con sus  vitrales; encendiendo las velas en el sepulcro de un Jesucristo marmóreo, lacerado y sangrante. Se confesaba semanalmente y tomaba la hostia; entonces su rostro se transformaba y adquiría esas facciones similares a las que tienen esos santos que miran el cielo, blanqueando los ojos. ¿Para qué se confiesa cada semana u  ser  tan creyente? ¿Qué le dirá al cura?

   Doña Eusebia oraba y daba las gracias a Dios antes de cada comida; y en la noche antes de irse a la cama, rezaba dos Padresnuestros, cuatro Avemarías y un Credo. No habría podido conciliar el sueño si no lo hubiera hecho de esa manera.

    
    Él  también en su niñez y parte de su adolescencia había sido muy creyente. Solía recordar ante sus amigos su primera comunión. Llegó a imaginar al cielo como un lugar bellísimo al que se llegaba a través de una gran escalera .Morir pronto era un sueño para lograr ese privilegio.
 
  Más tarde, después de haber leído muchos libros sagrados, estuvo seguro de la existencia de Dios, pero afirmaba que era muy difícil identificarlo entre tantas manifestaciones que tenía en las diferentes religiones. Entonces diseñó un altar donde colocó a Cristo junto a Buda, Confucio, Marduk, Osiris, Brahma, Zaratustra y cuanta deidad recortó en unos libros viejos de arte.
 
   Un día lo visitó Carlojuvenal, antiguo amigo de farras nocherniegas en los tiempos del liceo, pero ahora transformado en un furibundo y fanático “pastor de ovejas descarriadas”, como él mismo se hacía llamar . Le mostró con orgullo el altar, donde una vela iluminaba a los todopoderosos de papel.

  Carlojuvenal inmediatamente, con esa pose teatral, ridículamente solemne que adoptan con aire superior los que creen tener  exclusivamente la razón, indagó:

-Muy bien, pero ...¿A quién le ofreces esa vela?

  La respuesta no se hizo esperar:

-Al que le caiga le chupa.


   Lo del ateismo fue otra cosa: enciclopedistas, utopistas, materialistas alemanes hasta llegar a los descarados marxistas. Uno de ellos, profesor de anatomía, cuando hacía las disecciones de los cadáveres en el anfiteatro espetaba irónicamente:

-Como lo ven el alma no aparece por ningún lado.

  No obstante el doctor decía que su ateismo era una forma superior de religiosidad y había llegado al  mismo a través de la práctica diaria de su profesión. Hizo suyas las palabras de Sábato de que Dios   parece estar detrás de las tragedias.

   Se sentía ofuscado mientras examinaba a doña Eusebia. Auscultaba y palpaba, pero  ¿Para qué?, da igual. Los presentes, silenciosos y atentos a sus movimientos le parecían una multitud que lo juzgaba de manera implacable.

-¿Hasta cuándo voy a sufrir, doctor? Preguntó doña Eusebia con voz entrecortada para luego decir:

-¡No aguanto más este dolor¡

  El galeno pensó en lo fácil que es para un adicto conseguir cualquier droga en una esquina y en lo difícil que es obtener una ampolla de morfina en el pueblo para un enfermo. Quiso hacer ese comentario; pero la voz de doña Eusebia con sus  lamentos insistentes le hizo contestarle distraídamente pero con aplomo:

-Debe tener mucha fe y orar bastante a Dios, quien todo lo sabe y todo lo puede.

   Se sorprendió él mismo de aquella respuesta.

-Es tanto mi sufrimiento... que he perdido la fe en Dios...ya no creo...-dijo la enferma con voz quebrada entre sollozos , repitiendo esta afirmación por tres veces consecutivas.

   Había escampado. Riachuelos color café con leche se desplazaban ligeros por los bordes de las calles húmedas.

   Dos cantos de gallos irrumpieron en el claroscuro silente de la madrugada.









































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