LAS MERCEDES DEL LLANO: MÁS DE UN SIGLO DE HISTORIA

LAS MERCEDES DEL LLANO: MÁS DE UN SIGLO DE HISTORIA
LIBRO DE EDGARDO MALASPINA.




LAS MERCEDES DEL LLANO Y SU HISTORIA

LAS MERCEDES DEL LLANO Y SU HISTORIA
2014

domingo, 17 de mayo de 2015

NATURALEZA MUERTA. RELATO DEDICADO A LOS GALLEROS DE LAS MERCEDES DEL LLANO


NATURALEZA MUERTA













Edgardo Malaspina
1

    Cuando hablan de riñas de gallos se me hace  agua la boca.

      Nací y crecí en un pueblo de galleros, quienes solían reunirse por las tardes, bajo los árboles, para contarse historias de famosas peleas. Los cuentos casi siempre eran los mismos; pero en cada ocasión los adornaban con detalles que no se habían mencionado la vez anterior. Es por eso que en la penumbra de mis recuerdos flotan algunos de esos relatos, como las plumas sueltas de los zambos, giros, cenizos y gallinos, junto a las vivencias propias; ya que mi padre me llevaba frecuentemente a la gallera para que le cuidara sus ejemplares de algún grano de maíz envenenado.

-Una vez presencié una pelea entre un jabado y un giro- empezó Rubencio con voz pausada, y continuó:-El giro era una ametralladora  pin, pin pin, pan,pan,pan...

Pudo seguir  indefinidamente con su narración onomatopéyica, pero alguien lo detuvo.

-Es que quiero relatarles la pelea con todos los detalles-se defendió Rubencio y agregó:

-           Bueno , el jabado se la pasaba  volando, barajándose y lanzando picotazos, sin casi usar las espuelas; y en una de esas le pateó los ojos al giro y lo dejó ciego picoteándo el aire, luego lo remató con una ráfaga de machete y lo tumbó. Quedó dando saltos en la arena...lo bueno vino después cuando el jabado alzó el vuelo con el giro en las patas. Se lo llevó hasta el caballete de la gallera y allí empezó a comerle los sesos. Más tarde supe que ese bicho era un cruzado de gavilán con gallina.

  Los presentes pusieron caras incrédulas y sonrieron.

-Yo jugué un pollo que llamaban Patepalo porque daba durísimo con las patas sin usar las espuelas-intervino don Miche ,un viejo gallero ,y continuó:

-Mi gallo se desmayó a los cinco minutos sin tener una herida. En las galleras hay mucha marramuncia. En la casa cuando lo registré tenía una aguja clavada que le había destrozado  “los higados” . Después supe que el de la vaina era un vagabundo del barrio La Rochela; y es que mi pollo no podía perder ese día porque lo tenía cuadrado con la luna que estaba finita en ese entonces. Por cierto, esa luna es buena también para buscar mujeres, están mansitas...

-Mejor gallo que Robledal jamás ha existido por estos lados. Las pelas más emocionantes que he visto son las de él; y me acuerdo clarito también de su última pelea, la que perdió- dijo Pacheco.
2
      Pacheco era el dueño de la única gallera del pueblo. De baja estatura, tez amarilla y calvicie prominente, había dedicado toda su vida al asunto de los gallos, como él mismo decía.
  Para ese hombre los gallos lo eran todo: arte sublime, distracción sin parangón, negocio prospero, manera decente de ganarse el pan. En las tertulias con los amigos y en cada esquina del poblado Pacheco sólo hablaba de gallos. Se deleitaba narrando viejos combates, gesticulando mucho y con emoción que reflejaba su rostro. Las vivas muecas indicaban el supuesto dolor acusado por los animales de la lidia en cuestión. Siempre se le escuchaba con atención porque era una verdadera autoridad en la materia: vivía entre gallos, dormía y soñaba con ellos. Al levantarse en la mañana se golpeaba los costados  con ambas manos, imitando el aleteo de las aves, luego emitía un sonido gutural semejante al familiar quiquiriquí que llenaba la atmósfera de sus aposentos todo el tiempo.

3
    Robledal era un gallo zambo, perteneciente a mi padre y de origen español. Con su plumaje rojo brillante, muslos fuertes ,que parecían fibras rígidas, y su gran estatura tenía una estampa imponente. Sus espuelas largas y filosas le habían dado la victoria en diecisiete oportunidades. Un ojo tuerto lo delataba con un veterano de siete plazas, según la jerga gallística. Un domingo salió al ruedo en tres oportunidades con un saldo de dos muertos y el último contrincante huyendo.
  Recuerdo claramente cuando le quitó el invicto a  La Novia, un gallo blanco considerado el mejor de la cuerda de Porfirio, un gallero muy respetado.

-¡ Levántalo pa`que le cojas cría- le gritaban desde la barrera.

Y en efecto, Porfirio se paró en medio de la arena, tomó su gallo, y poniendo rostro de amargura le gritó al público:

-Yo no le cojo cría a culeco- y sacudió su gallo ensangrentado contra las palmas entretejidas de la barrera.


    La fama de Robledal se había extendido por toda la región. Era el terror de las cuerdas de los galleros más importantes. En los grandes torneos y desafíos se le temía, se le envidiaba.- Si no fuera por ese gallo, esa cuerda no valdría un centavo- dijo una vez alguien con ironía. Y ahora pienso que el comentario era cierto.

  El domingo cuando perdió Robledal nos levantamos más temprano que de costumbre. Todavía oscura la mañana empezó el movimiento en la casa. Descolgamos los chinchorros mientras mi madre preparaba el desayuno y colaba el café. Al rato el cielo estaba despejado y radiante, por eso pensé que era un buen augurio .Cierto razonamiento supersticioso lo heredé de mi abuela, quien al levantarse observaba el desplazamiento caprichoso de las nubes y el abanico prismático de la luz solar para predecir los acontecimientos del día. Una vez le oí decir:
-Hoy se muere un rico porque el cielo tiene una hoja de palma dibujada.

  Afuera soplaba el viento, suave y fresco .La calle estaba llena de mucha basura .Las  latas vacías de cerveza tejían sobre el suelo una gran alfombra de mosaicos irregulares. Obvio: el modus vivendi del reciclaje aún no había hecho su aparición.

   Como todos los sábados la gente se había divertido hasta el amanecer. Algunos hombres, bajo las acacias de la avenida, seguían, con trago y humo de cigarrillos, la parranda. Otros esperaban el periódico en la librería , y los más se dirigían a la gallera. Las campanas repicaban. Varias mujeres marchaban a la misa.

  A lo lejos retumbaban los cohetes y juegos artificiales y eso significaba que Pacheco estaba haciendo los preparativos para el desafío.
4
  Mi padre, luego de tomar café, enrumbó sus pasos hacia el patio de la casa, en cuyo fondo, en un cuarto pequeño y húmedo de aspecto abandonado y poca iluminación se encontraba su cuerda de gallos: varios ejemplares, algunos en sus respectivas jaulas y otros amarrados con cabuyas por una pata a estacas clavadas en el piso de tierra. Los miró uno por uno, luego extrajo de su jaula a Robledal. Lo hizo con la delicadeza y destreza de los galleros veteranos. Le acarició el plumaje rojizo y asiéndolo por la pechuga, con su mano izquierda, se dio a la tarea de limpiarlo con una esponja, la cual de en vez en cuando exprimía y enchumbaba en una ponchera con agua.

-No todo el mundo sabe tener un gallo- dijo mientras realizaba su faena distraídamente. Luego, con gesto ligero alzo suavemente al gallo y lo lanzó al vacío. El animal revoleteó, demostrando agilidad y energía en su rápida y, aparentemente, calculada caída. Hizo finta a la vera de un níspero, posando elegantemente sus patas sobre la tierra. Retozó unos instantes e irguió su pecho cobrizo antes de emitir un canto, un grito de guerra.

-Está hasta la boca - dijo mi padre, refiriéndose al buen estado de salud de su gallo.
5
    Desde hace rato en la gallera habían comenzado los combates. Un señor, muy delgado y de grandes bigotes y que normalmente trabajaba desyerbando los solares del pueblo, revisaba las entradas con un rolo de madera en la mano. Ese instrumento y la gorra ligeramente ladeada, significaban que ese domingo se ganaba el pan haciendo las veces de policía.

  Los hombres se agolpaba en el vestíbulo de la gallera . Hablaban e indagaban sobre las peleas concluidas. Alababan al gallo de Augusto que había ganado la última pelea de manera espectacular ; y vaticinaban los posibles encuentros y sus probables desenlaces. Desde un mostrador expendían cervezas y empanadas. Detrás del mostrador un radio-picó tocaba canciones rancheras.

      Además de hombres, en la gallera también había mujeres. Algunas, amas de casas que acompañan a sus maridos para gritar emocionadamente junto a ellos en medio de la baraúnda de la riña y aupar a sus favoritos. Otras, venidas de los bajos fondos, putas soñolientas por la faena anterior y que , cerveza en mano, apuestan y se intercambian palabrotas con los hombres para dirimir alguna diferencia  surgida al calor de algún  fiero combate .

      A Robledal lo estaban pesando en una funda con su posible contendor. El fiel de la balanza estuvo columpiándose uno segundos y luego se detuvo, justamente en el centro.

-¡Oro¡ - gritaron muchas voces, y eso significaba que por lo menos por razones de peso la pelea no se iba a detener.

          El opositor resultó ser un giro con una placa metálica debajo de una de las alas, lo que demostraba su procedencia de alta alcurnia gallística.
  El público se había dividido en dos grupos para  observar cómo eran preparados los gallos. Circulaban dos listas diferentes para las apuestas. Se libaba cerveza enfriada con hielo para contrarrestar el calor o tal vez para disipar la atmósfera caldeada que se había instalado ante el más importante de los retos de ese domingo.
  Para igualar las medidas de las espuelas, a Robledal, al igual que a su contendor, le estaban colocando unas artificiales. El Sordo Ignacio montaba unas espuelas de carey a nuestro gallo, pero le temblaban las manos y esto nos sembró cierta desconfianza.

-           No me gusta que le hayan quitado sus espuelas naturales a Robledal-alguien comentó.
6
      Repentinamente, en medio de la calma, se escucharon unos gritos y muchos empezaron a correr hacia el patio de la gallera, arremolinándose en el centro.

-¿Qué pasó?- indagaban los pocos que se habían quedado en el redondel.

-Que Augusto le estaba echando orina  a su gallo para desinfectarlo y el animal estaba todavía bravo y le picó la pinga.  Augusto se arrechó y le torció el pescuezo- dijo alguien desde el patio.

-¡Carajo, tan bueno que era el gallo!- era el comentario general.

             Orange, el juez de gallos, empezó a sonar la campanilla.

-¡Fuera e´gallera, fuera e´gallera, no joda!- vociferaba el juez, pero ni se movían. Nadie le hacía caso. Entonces se colocó en el centro del ruedo y comenzó a bajar una jaula con dos compartimientos y la llevó hasta al suelo . Empujó suavemente a los aficionados y les pidió que abandonaran la arena para dar comienzo a la pelea.
  Antes de colocar los gallos en sus respectivos cubículos los limpió y les revisó el plumaje. Luego clavó las espuelas de ambas aves en un limón. Verificó el reloj y se lo mostró a los presentes. Sacó a Robledal y, sosteniéndolo en sus manos, pidió que levantaran la jaula. Al quedar el giro libre colocó a Robledal  de manera tal que pudiera ver a su contrincante.
7
Los gallos se fueron acercando uno al otro, movieron sus pescuezos como buscando cualquier posibilidad de poder clavar sus picos; luego alzaron sus patas y un golpe seco se dejó escuchar. La pelea había comenzado y con ella un gran alboroto que estremecía la gallera y sus contornos

  Inmediatamente después de acusar el castigo, por lo visto, el giro inició una carrera circular perseguido por Robledal
-Mi gallo es jugador- gritó, seguramente, uno de los fanáticos del ejemplar que corría adelante.

-Yo he visto más de un cabestro con placa- dijo Jaramillo, un hombre de aspecto famélico, ropas anchas y sombrero de cogollo que desde la parte más alta de las galerías, con voz chillona, narraba el combate. Comentaba las incidencias del mismo con una retahíla de refranes y observaciones irónicas y hasta picantes.

   Las voces se confundían y las apuestas se cruzaban de un extremo a otro de la barrera.

-Pago doce y voy al zambo- gritó un hombre obeso, sorbiendo cerveza espumosa de una totuma.

-Pago- gritó otro, agitando su sombrero en el aire.
-Con tiradores de cují no la llevo- respondió el gordo.

  El giro continuaba con su carrera circunferencial, mientras Robledal lo perseguía, castigándolo por la cola.

-Por el rabo no muere nadie-dijo Jaramillo.

-Lo dirás por experiencia- le respondió un coro de voces seguidos de carcajadas.

Algunos alzaban sus puños apretándolos, como queriendo reforzar con sus dedos  el batallar de su gallo preferido. El giro esporádicamente se volvía y disparaba sus patas, desconcertando a Robledal; entonces la algarabía y la emoción alcanzaban su máxima expresión.

 Unos hombres, bajo el efecto de la gran tensión de las hostilidades y los tragos de cerveza, incursionaban de en vez en cuando a la arena, lanzando vítores y agitando sus sombreros. El juez llamaba al orden haciendo sonar la campanilla.

  Robledal se mostraba cansado y empezaba a sangrar  profusamente por una herida en el cuello.
-Tiene un chorro y no es de agua-comentó Jaramillo.

Ahora el giro se detiene y dirige el ataque. Está crecido ante su adversario que apenas alza las patas para golpear sin fuerza.

-           Le dan de comer en una botella- se escuchó nuevamente la voz cínica  y estridente de Jaramillo, quien agarraba aire para colocar más tabaco en su boca .
8
Se produjo una ovación ensordecedora, una gritería. Daba la impresión de no caber una voz más. Los hombres se atropellaban, se empujaban unos a otros sobre la arena.
 Robledal, mortalmente herido daba saltos en el aire. Luego de unas breves convulsiones contrajo fuertemente sus muslos. El combate había terminado.

9
   Mi padre cruzó las calles con pasos cansados hasta llegar a la casa. Ya en el corredor colocó sobre la mesa a Robledal.

El gallo estaba exánime, pálida la piel y ensangrentado el plumaje. El pico hacia arriba, las alas abiertas y las patas extendidas le daban una pose de crucifixión.
  Sobre la mesa, además del gallo, estaban algunos vasos, la tinaja del agua, un racimo de plátanos y unos limones. No pude evitar las comparaciones; pues todas esas cosas encajaban armónicamente como una composición pictórica de naturaleza muerta. Naturaleza muerta con gallo.
10
 Antes de irse a su chinchorro mi padre se dirigió a mi madre:

-Prepáralo esta noche en empanadas.
Casi todos los gallos de mi padre tenían un fin culinario. Pero nunca pensé que Robledal, airoso en tantos combates, tendría también como destino una olla. Sic transit gloria mundi.

  Cuando hablan de riñas de gallos se me hace agua la boca.


 






















domingo, 10 de mayo de 2015

CONVERSOS

CONVERSOS


 Edgardo Malaspina


Los golpes    insistentes en la puerta lo despertaron. Turbado aún por el sueño se sentó en el chinchorro, buscando en la oscuridad la linterna. Se frotó los ojos con su mano izquierda y miró su reloj de bolsillo que estaba en el suelo junto a unos libros y papeles: eran casi las dos de la madrugada.

-El tiempo es un invento de los relojeros-murmuró distraídamente, sin saber por qué, pero en alguna parte lo había leído.


Una lluvia menuda se deslizaba lenta tras la noche, golpeando suavemente el viejo techo de cinz. Sintió flojera y muchas ganas de seguir durmiendo, mas el sentido del deber se impuso. Colocó algunos instrumentos en su maletín. En la calle lo aguardaban los que vinieron por él. No cargaban carro por lo que se marchó con ellos a pie con paraguas.

-Nuevamente está mal- dijo uno de los acompañantes.

-Es poco lo que puedo hacer- contestó y pensó en las calles del pueblo,  tan solas como en el día.

La lluvia intermitente e indecisa hacía más triste la noche. Los árboles permanecían  quietos, mientras el agua los penetraba con un arrullo apenas perceptible.

-En noches como estas sólo deambulan por las calles de los pueblos los curas y los médicos-una vez le dijo un colega, y sintió que de alguna manera estaba cumpliendo su papel.

Avanzaron por una callejuela recta hasta llegar a los muros grises de la plaza, y luego cruzaron hacia una calle espaciosa antes de llegar a la  lo que los lugareños denominaban avenida.

-Una de las cosas más inútiles es un paraguas- rompió el silencio uno de los caminantes.

El doctor apenas  hizo un gesto afirmativo, observando que todos tenían sus cuerpos y  vestimentas mojadas, excepto sus cabezas.

Se acercaban a la casa, bajo las luces opacas de los faroles, sorteando los charquitos y pozos de agua recién caída; cuando desde el balcón del bar “Ayúdame a vivir” alguien vociferó:

-       ¡Venga a echarse una cerveza bien fría, doctor¡

    Reconoció a una cara amiga y saludó sin decir palabra. En unos cuantos minutos estaban en la casa: una construcción colonial de paredes altas y ventanas amplias, separad de la calle por un jardín con caminitos de flores muy bien cuidadas.

   En el cuarto de la enferma se encontraban los familiares y algunos vecinos. Doña Eusebia en su cama respiraba con mucha dificultad. Su piel estaba flácida y muy pálida. Su rostro llevaba la impronta de los que soportan una larga y penosa enfermedad.

-Haga algo por mí, doctorcito, ¿hasta cuándo tanto martirio?-dijo con voz entrecortada y fatigosa.
 
  El doctor tomó asiento al lado de la enferma y empezó a hurgar en su maletín; agarró su mano derecha, buscando el pulso. Observó sus dedos huesudos con los pulpejos color violeta.

   Los presentes se agolparon alrededor de ellos y pensó que el momento era comparable a una escena de tragedia teatral, mientras contemplaba una estampa desvaída de una santa que colgaba en la pared. Al lado de ésta había una fotografía vieja de un hombre vestido de militar de bajo rango.

-Doctor, se lo suplico, dígame qué es lo que tengo, no me engañe, quiero saberlo todo-dijo doña Eusebia con la angustia de quien sospecha y casi está seguro de una verdad terrible; pero en el fondo no quiere saberla.

     Mientras examinaba a la paciente el doctor no hizo un análisis clínico de una situación que harto conocía.  Hizo un recorrido por las vidas de ambos.  Pensó en las extrañas circunstancias que lo unían a la anciana. Muy diferentes, sin embargo, coincidían en una misma encrucijada. ¿Qué podía hacer por una enferma grave, con un cáncer terminal, y que lo veía como su única esperanza?. No hay mayor soledad que la de un médico cuando constata la impotencia de su profesión, pensó , y llegó a ver a doña Eusebia en su jardín regando las matas, cortando flores y limpiando los caminitos que siempre le habían atraído desde niño. Él se entretenía mirando los pájaros en sus jaulas.

      Doña Eusebia desde niña había sido educada en las estricta y rancia tradición cristiana. Asistía a la misa todos los domingos. Eran los tiempos de los velos y los sermones interminables en latín. Se la imaginó en la iglesia, arrodillada, pronunciando una oración con un movimiento levísimo en sus labios; cerca del baptisterio tomando el agua bendita, besando y limpiando las figuras de yeso de los santos a la luz de las ventanas arqueadas con sus  vitrales; encendiendo las velas en el sepulcro de un Jesucristo marmóreo, lacerado y sangrante. Se confesaba semanalmente y tomaba la hostia; entonces su rostro se transformaba y adquiría esas facciones similares a las que tienen esos santos que miran el cielo, blanqueando los ojos. ¿Para qué se confiesa cada semana u  ser  tan creyente? ¿Qué le dirá al cura?

   Doña Eusebia oraba y daba las gracias a Dios antes de cada comida; y en la noche antes de irse a la cama, rezaba dos Padresnuestros, cuatro Avemarías y un Credo. No habría podido conciliar el sueño si no lo hubiera hecho de esa manera.

    
    Él  también en su niñez y parte de su adolescencia había sido muy creyente. Solía recordar ante sus amigos su primera comunión. Llegó a imaginar al cielo como un lugar bellísimo al que se llegaba a través de una gran escalera .Morir pronto era un sueño para lograr ese privilegio.
 
  Más tarde, después de haber leído muchos libros sagrados, estuvo seguro de la existencia de Dios, pero afirmaba que era muy difícil identificarlo entre tantas manifestaciones que tenía en las diferentes religiones. Entonces diseñó un altar donde colocó a Cristo junto a Buda, Confucio, Marduk, Osiris, Brahma, Zaratustra y cuanta deidad recortó en unos libros viejos de arte.
 
   Un día lo visitó Carlojuvenal, antiguo amigo de farras nocherniegas en los tiempos del liceo, pero ahora transformado en un furibundo y fanático “pastor de ovejas descarriadas”, como él mismo se hacía llamar . Le mostró con orgullo el altar, donde una vela iluminaba a los todopoderosos de papel.

  Carlojuvenal inmediatamente, con esa pose teatral, ridículamente solemne que adoptan con aire superior los que creen tener  exclusivamente la razón, indagó:

-Muy bien, pero ...¿A quién le ofreces esa vela?

  La respuesta no se hizo esperar:

-Al que le caiga le chupa.


   Lo del ateismo fue otra cosa: enciclopedistas, utopistas, materialistas alemanes hasta llegar a los descarados marxistas. Uno de ellos, profesor de anatomía, cuando hacía las disecciones de los cadáveres en el anfiteatro espetaba irónicamente:

-Como lo ven el alma no aparece por ningún lado.

  No obstante el doctor decía que su ateismo era una forma superior de religiosidad y había llegado al  mismo a través de la práctica diaria de su profesión. Hizo suyas las palabras de Sábato de que Dios   parece estar detrás de las tragedias.

   Se sentía ofuscado mientras examinaba a doña Eusebia. Auscultaba y palpaba, pero  ¿Para qué?, da igual. Los presentes, silenciosos y atentos a sus movimientos le parecían una multitud que lo juzgaba de manera implacable.

-¿Hasta cuándo voy a sufrir, doctor? Preguntó doña Eusebia con voz entrecortada para luego decir:

-¡No aguanto más este dolor¡

  El galeno pensó en lo fácil que es para un adicto conseguir cualquier droga en una esquina y en lo difícil que es obtener una ampolla de morfina en el pueblo para un enfermo. Quiso hacer ese comentario; pero la voz de doña Eusebia con sus  lamentos insistentes le hizo contestarle distraídamente pero con aplomo:

-Debe tener mucha fe y orar bastante a Dios, quien todo lo sabe y todo lo puede.

   Se sorprendió él mismo de aquella respuesta.

-Es tanto mi sufrimiento... que he perdido la fe en Dios...ya no creo...-dijo la enferma con voz quebrada entre sollozos , repitiendo esta afirmación por tres veces consecutivas.

   Había escampado. Riachuelos color café con leche se desplazaban ligeros por los bordes de las calles húmedas.

   Dos cantos de gallos irrumpieron en el claroscuro silente de la madrugada.









































domingo, 3 de mayo de 2015

RUMBO AL ORINOCO (RELATO)


RUMBO AL ORINOCO

                       
Edgardo Malaspina

            Es tediosa la noche, larga ;  y el calor hace difícil conciliar el sueño.  Una casa muy pequeña, de las llamadas rurales, con sus paredes candentes, nos sirve de abrigo.  Las puertas y ventanas están muy bien cerradas para evitar que se cuelen los mosquitos.  Eran bastante y su molestia, mayor.  Antes de emprender el viaje, Pajarito , con su hablar convulsionado y apresurado ,nos había prevenido:

     -Andan en nubes negras y si se lanza una manotada al aire se puede asir un montón de esos fastidiosos voladores con el puño apretado-.

            Una vela de sebo, con su luz chirriante e indecisa, alumbra tenuemente la estancia con grandes focos de claroscuros y penumbras móviles.
            Las sombras de la noche y el fuego propician la meditación y la conversación filosófica, interrumpida sólo por el ruido de los ratones y el crujir de las alcayatas de los chinchorros.

            El maestro del caserío nos habló de los problemas de la escuelita.  Los pobladores no entendían su importancia y necesidad, no obligaban a los niños a asistir a las clases y en muchas ocasiones los retiraban para emplearlos en faenas duras.  Nos refirió que se la pasaba pleiteando con los vecinos que tenían la costumbre de utilizar los salones de la escuela, por las noches, para ubicar sus cochinos, buscando protegerlos de las picaduras de los zancudos.

            El maestro dio un giro en la conversación y comenzó hablar de libros, de su biblioteca, del significado de la vida, de su origen, etc.  Explicó que no había diferencia entre creación y evolución.

-       Creo en Dios y luego acepto a Darwin – dijo para rematar su exposición.

Alí José se refirió a las últimas teorías cosmológicas, al Big Bang, al alejamiento constante  de las galaxias.  Luego habló de Friedman, de Hawking, de los agujeros negros, del calor de las estrellas y su importancia para medir las distancias.

-       Coño, ¡que calor hace! – pensé.

-       Dentro de varios millones de años el universo colapsará al producirse una nueva explosión – terminó diciendo Alí José.

    Yo, simplemente dije que era  trágico pensar que todo se acabaría algún día.  Es sombrío ese futuro cuando imaginamos que todo lo bueno que ha producido el hombre se perderá irremediablemente.

-       Seguramente eso explica el afán de las grandes potencias de explorar otros mundos.  No quieren que algún día una bola candente los reviente por eso desde ya estudian y planifican un viaje para el carajo,  lejos, dije.

Salimos a la calle.  Por largo tiempo y en silencio estuvimos contemplando el firmamento.

Regresamos a nuestros chinchorros y seguimos conversando de todo un poco; luego la tertulia se fue haciendo lenta, pesada, hasta que un ronquido nos hizo comprender que era suficiente por esa noche.
           
La ventisca arrastraba la arena y golpeaba, silbando en las paredes de nuestra casa provisional.  Los perros no cesaban de ladrar y lo hacían con más vigor cuando un burro o un cochino atravesaba al galope las callejuelas.  El ruido del motor de una lancha precedía a un tiro de escopeta; el eco se esparcía y retumbaba en espacio negro del silencio.

Bajo la luna grande el médano descansaba plácidamente.

En octubre el Orinoco aún está bastante crecido y con sus afluentes, el Caujarito, Guariquito y Aguaro, cubre las playas de los médanos por todos los lados, convirtiéndolos en verdaderas islas.  Entonces las queseras no son más que horcones tímidamente asomando sus techos de palma, como barcos encallados ; y los caseríos parecen archipiélagos de cúpulas.  Las aguas sacan a los pobladores de las costas y riberas.  Familias enteras llegan desde Garcitas y otros médanos al de Gómez, para pasar la temporada.

 Son tiempos muy difíciles porque la principal fuente de alimentos y de intercambio comercial es la pesca , y ahora la creciente casi no la permite sino como actividad menor para el diario mediocomer.  En pequeñas curiaras los pescadores se internan en los bancos de sabanas inundados y regresan más tarde con sus escuálidos botines para encender las fogatas a la orilla del río.  La manteca cruje en las sartenes, alrededor de las cuales se concentran  los niños macilentos.
            Parecen disfrutar del espectáculo de las llamas; pero en realidad es el hambre que les hace permanecer entre los hilos de humo.  Hombres, mujeres y niños, palmeras, arreboles, río y fogata hacen una composición espectral, una escena ritual lúgubre.

  Así son casi todos los atardeceres del médano.

Con el alejamiento de la estación lluviosa las aguas empiezan a retirarse.  El río se encoge hacia el centro, permitiendo la aparición de las vegas. Las tierras feraces de las costas son aprovechadas para la siembra de algodón.  Alí José establece un paralelo con la civilización egipcia:

-       Así vivió el hombre del Nilo, dice.

La vida de los médanos es apacible y aburrida.Los hombres se levantan con el sol y luego se dirigen al río.  Con el cuerpo semidesnudo y con los pies descalzos o en alpargatas observan, con tristeza y pereza , el movimiento rítmico de las aguas.
Después parten a pescar, a cazar patos o guacharacas, o arrancarle algunos tubérculos y otras raíces comestibles a la orilla del río.  Al medio día reposarán en sus chinchorros y en la tarde con sus vientos frescos, se pasearán por la arena abundante de las calles, beberán unas cervezas y escucharán y bailarán joropos con un radiecito de baterías. 

Estábamos en los médanos invitados por Magdalena Rivas, hombre culto y terrateniente de la zona denominada Gómez.  La curiosidad investigativa nos llevaba a uno de los médanos antiguamente habitado por los indígenas.

Al llegar a Médanos de Gómez, Magdaleno nos sugirió pasar al chalet de su propiedad.  Llamó a su mujer – una de sus tantas – y le pidió que preparara el almuerzo.

-       Algunos piensan que uno tiene varias mujeres por tenerlas – dijo Magdaleno sentándose en un sillón y agregó:- y en realidad uno lo hace por necesidad y más aún por comodidad.  Mientras tanto la obediente mujer le quitaba las botas.

            Almorzamos abundantemente con arroz aguado con guineo, pato salvaje frito, frijoles amanecidos, yuca, queso blanco llanero, pavones bien tostados y arepa.

            Antes de navegar para Médanos de Indios, objetivo principal de nuestro viaje, dimos una consulta médica al aire libre, debajo de los árboles.  El maestro hizo las veces de enfermero mientras yo examinaba a los pacientes que se arremolinaban alrededor del improvisado consultorio.  Algunos trajeron unos taburetes y se sentaron haciéndonos un círculo.  Los niños parecían los que más disfrutaban.  Recordé los cines ambulantes que pasaban por mi pueblo en carpas.

            Fue una sesión conjunta, una especie de terapia de grupo porque los diagnósticos eran bien comentados y murmurados.

            La estadía en los Médanos de Indios fue breve y cuando partimos hacia Cabruta en la madrugada, la luna llena, detrás de la enramada, parecía guiarnos con su resplandor.

            Nuestra curiara navegaba apaciblemente sobre la calma de las aguas.  Estaba impresionado por lo que había visto en los Médanos de Indios: las tinajas grandes conteniendo esqueletos y que hablaban de una forma peculiar de enterrar a los difuntos, las estatuillas y otros muchos objetos de cerámica, las monedas de hueso con un orificio en el centro, etc.  Todo esto, en un estado de completo abandono era indicio de cierto desarrollo artístico, del florecimiento de una cultura indígena más o menos importante en la zona.  Así se lo dije a mis compañeros de viaje.

En general, tengo entendido, nuestros indios tenían una cultura igual o tal vez superior a la española, - empezó a comentar Magdaleno y prosiguió:- Fueron excelentes agricultores, porque la agricultura era algo sagrado, ritual.  Construían terrazas para evitar la erosión de los terrenos y canales para irrigar los sembrados.  Un colombiano publicó un libro donde dice que si no fuera por la papa la civilización europea hubiera desaparecido con tantas guerras y hambrunas. ¡la papa es un legado de nuestros indios!, remató Magdaleno .

El aluvión de las aguas arrastra todo lo que encuentra a su paso.  Desde nuestra curiara divisamos árboles navegantes, troncos y cadáveres de vacas flotantes.  Me llamó poderosamente la atención un perro nadando desesperadamente en medio del río, buscando algo donde apoyarse sin encontrarlo.

-Es una manera de deshacerse de los perros indeseables por estos lados, explica Magdaleno.

Pienso que todo esto es un crimen horrendo.  No recuerdo que escritor ruso dijo que los animales eran nuestros hermanos menores y por eso había que protegerlos, amarlos.

- Los mayas fueron grandes científicos – dice el maestro y continúa – inventaron el cero, su sistema de numeración era superior al de los europeos, su año tenía también 365 días.  El sistema métrico era vigesimal, es decir, con base en el número veinte, conocían el cambio del tiempo según el recorrido de la luz que entrara por las puertas; teniendo como fundamente todo este arsenal matemático y astronómico levantaron monumentos arquitectónicos como los de Tikal…
Si, tenían nuestros indios una cultura muy desarrollada antes de la llegada de los españoles.  Allí están Machupicchu, Chichén, Itzá y Uxmal con sus fantásticas pirámides; y no hablemos de Copán, en Honduras, la ciudad de las maravillas, del conocimiento, de la sabiduría.  Era una especie de ciudad universitaria- terminó emocionadamente el maestro.

Nuestra navegación hasta los momentos es de cabotaje, para evitar grandes peligros.  La curiara se desplaza como entre los canales de los pequeños ríos que nutren al Orinoco.  Matorrales, cujíes e islotes de sabana son el camino, la ruta de los viajeros acuáticos.  Así vamos, sumergidos en nuestros pensamientos cuando hay altos en la conversación hasta que abruptamente aparece ante nuestros ojos una gran masa de agua, infinita, avasallante.  Es el Orinoco imponente.

El agua penetra en la curiara, refrescando nuestros cuerpos.  Los rayos solares ofuscan la visibilidad.

-Es cierto, maestro - empieza Alí José – los incas, por ejemplo, fueron excelentes matemáticos, idearon un sistema de contabilidad con  cuerdas anudadas y coloreadas y que es  conocido como el quipu.  Pero quiero referirme – continuó Alí José – a las grandes ciudades indígenas como Tenochtitlán de los aztecas y el Cuzco de los incas; las ciudades contemporáneas de la España de aquella época eran poca cosa comparadas con las nuestras.  Hernán Cortés quedó maravillado al ver las grandes plazas de las ciudades mexicanas y decía que ni la de Salamanca le daba por las patas. La religión cristiana, sus fanáticos, la inquisición, el hijo de puta de Torquemada y sus hogueras se encargaron de destruir  los códices, los documentos que hablaban del gran avance de la ciencia, del desarrollo cultural, del progreso social de nuestros indígenas.  No se por qué coño quieren que celebremos cada año  la llegada de esos bárbaros.  ¿Por qué carajo no celebran los españoles la llegada de los árabes a su territorio? Terminó con tono enfático e iracundo Alí José.


Nuestra embarcación es golpeada fuertemente por las olas que parecen muy furiosas.  El vaivén es constante y hay necesidad de alejarse de la costa para evitar los ataques frontales de la turbulencia con su consecuente expulsión del cauce de nuestra pequeña embarcación.  Magdaleno dice que es algo natural porque a las diez de la mañana el Orinoco se pone bravo.  Eso pasa todos los días.

            Yo hablé sobre los avances médicos que habían logrado los indios a la llegada de los españoles, de la existencia de herbolarios donde se cultivaban plantas medicinales. Recordé que los aztecas tenían tiendas que eran expendios de medicamentos.  Los indígenas de los andes dominaban a la perfección la trepanación y utilizaban las hojas de la coca masticada sobre el campo operatorio en calidad de anestesia, muy primitiva pero efectiva; para suturar colocaban las tenazas de hormigas grandes o bachacos de tal manera que quedaran unidos los bordes de la herida y luego quitaban la parte sobrante del insecto que además segregaba sustancias antisépticas.  Los indios conocían la quina – continué – la ipecacuana, el curare, utilizados hoy en día ampliamente en la medicina occidental o han servido de fundamento para realizar estudios en farmacología moderna.  Los incas colocaban perlas en los dientes para curar las caries y utilizaban los hongos que crecen sobre las papas para hacer jarabes curativos.  En Europa se vino a saber sobre las propiedades curativas de los hongos sólo después del descubrimiento de la acción antibiótica del Penicillum notatum.

Terminé mi exposición cuando estábamos llegando al puerto de Cabruta.  Muchas embarcaciones se encontraban amarradas en el muelle.  Algunas personas esperaban en la orilla.  Las tiendas aún estaban cerradas.  Unos vendedores de empanadas, en bicicletas, proponían sus mercancías vociferando:

 ¡Están calenticas!

En un rincón apartado estaban unos indios con unos aperos primitivos de caza y de pesca.  Tenían por toda vestimenta unos taparrabos diminutos.  Más allá uno de ellos tomaba un trago empinándose una botella de ron.  Otro dormitaba tranquilamente sobre unos cartones en el suelo.  Sus niños, ofreciendo a los pocos transeúntes indiferentes, collares de semillas coloreadas, dientes de animales, figurillas de azabache y otras bagaletas, tenían rostros melancólicos.  “Esa tristeza, esa depresión, ese razonar sin esperanzas que a veces nos aturde tiene motivos nostálgicos, ancestrales”, me dije.

Nos dirigimos al carro que nos esperaba.  Sentí un pinchazo en las sienes.  Un sentimiento de lástima y arrechera me invadió y dije a mis compañeros:

-¡Carajo, cómo se ha degradado nuestra gran cultura!

Nubes gruesas y negras cruzaban el Orinoco.  Garzas y pelícanos rasaban, en sus vuelos intermitentes, sus aguas ondulantes.