CONVERSOS
Edgardo Malaspina
Los
golpes insistentes en la puerta lo despertaron.
Turbado aún por el sueño se sentó en el chinchorro, buscando en la oscuridad la
linterna. Se frotó los ojos con su mano izquierda y miró su reloj de bolsillo
que estaba en el suelo junto a unos libros y papeles: eran casi las dos de la
madrugada.
-El tiempo es un
invento de los relojeros-murmuró distraídamente, sin saber por qué, pero en
alguna parte lo había leído.
Una lluvia menuda se
deslizaba lenta tras la noche, golpeando suavemente el viejo techo de cinz.
Sintió flojera y muchas ganas de seguir durmiendo, mas el sentido del deber se
impuso. Colocó algunos instrumentos en su maletín. En la calle lo aguardaban
los que vinieron por él. No cargaban carro por lo que se marchó con ellos a pie
con paraguas.
-Nuevamente está
mal- dijo uno de los acompañantes.
-Es poco lo que
puedo hacer- contestó y pensó en las calles del pueblo, tan solas como en el día.
La lluvia
intermitente e indecisa hacía más triste la noche. Los árboles permanecían quietos, mientras el agua los penetraba con
un arrullo apenas perceptible.
-En noches como
estas sólo deambulan por las calles de los pueblos los curas y los médicos-una
vez le dijo un colega, y sintió que de alguna manera estaba cumpliendo su
papel.
Avanzaron por una
callejuela recta hasta llegar a los muros grises de la plaza, y luego cruzaron
hacia una calle espaciosa antes de llegar a la lo que los lugareños denominaban avenida.
-Una de las cosas
más inútiles es un paraguas- rompió el silencio uno de los caminantes.
El doctor
apenas hizo un gesto afirmativo,
observando que todos tenían sus cuerpos y
vestimentas mojadas, excepto sus cabezas.
Se acercaban a la
casa, bajo las luces opacas de los faroles, sorteando los charquitos y pozos de
agua recién caída; cuando desde el balcón del bar “Ayúdame a vivir” alguien
vociferó:
- ¡Venga a echarse una cerveza
bien fría, doctor¡
Reconoció a una cara amiga y saludó sin
decir palabra. En unos cuantos minutos estaban en la casa: una construcción
colonial de paredes altas y ventanas amplias, separad de la calle por un jardín
con caminitos de flores muy bien cuidadas.
En el cuarto de la enferma se encontraban
los familiares y algunos vecinos. Doña Eusebia en su cama respiraba con mucha
dificultad. Su piel estaba flácida y muy pálida. Su rostro llevaba la impronta
de los que soportan una larga y penosa enfermedad.
-Haga algo por mí, doctorcito,
¿hasta cuándo tanto martirio?-dijo con voz entrecortada y fatigosa.
El doctor tomó asiento al lado de la enferma y empezó a hurgar en su
maletín; agarró su mano derecha, buscando el pulso. Observó sus dedos huesudos
con los pulpejos color violeta.
Los presentes se agolparon alrededor de
ellos y pensó que el momento era comparable a una escena de tragedia teatral,
mientras contemplaba una estampa desvaída de una santa que colgaba en la pared.
Al lado de ésta había una fotografía vieja de un hombre vestido de militar de
bajo rango.
-Doctor, se lo suplico, dígame
qué es lo que tengo, no me engañe, quiero saberlo todo-dijo doña Eusebia con la
angustia de quien sospecha y casi está seguro de una verdad terrible; pero en
el fondo no quiere saberla.
Mientras examinaba a la paciente el doctor no
hizo un análisis clínico de una situación que harto conocía. Hizo un recorrido por las vidas de
ambos. Pensó en las extrañas
circunstancias que lo unían a la anciana. Muy diferentes, sin embargo,
coincidían en una misma encrucijada. ¿Qué podía hacer por una enferma grave,
con un cáncer terminal, y que lo veía como su única esperanza?. No hay mayor
soledad que la de un médico cuando constata la impotencia de su profesión,
pensó , y llegó a ver a doña Eusebia en su jardín regando las matas, cortando
flores y limpiando los caminitos que siempre le habían atraído desde niño. Él
se entretenía mirando los pájaros en sus jaulas.
Doña
Eusebia desde niña había sido educada en las estricta y rancia tradición
cristiana. Asistía a la misa todos los domingos. Eran los tiempos de los velos
y los sermones interminables en latín. Se la imaginó en la iglesia,
arrodillada, pronunciando una oración con un movimiento levísimo en sus labios;
cerca del baptisterio tomando el agua bendita, besando y limpiando las figuras
de yeso de los santos a la luz de las ventanas arqueadas con sus vitrales; encendiendo las velas en el
sepulcro de un Jesucristo marmóreo, lacerado y sangrante. Se confesaba
semanalmente y tomaba la hostia; entonces su rostro se transformaba y adquiría
esas facciones similares a las que tienen esos santos que miran el cielo,
blanqueando los ojos. ¿Para qué se confiesa cada semana u ser tan creyente? ¿Qué le dirá al cura?
Doña Eusebia oraba y daba las gracias a Dios
antes de cada comida; y en la noche antes de irse a la cama, rezaba dos
Padresnuestros, cuatro Avemarías y un Credo. No habría podido conciliar el
sueño si no lo hubiera hecho de esa manera.
Él también en su niñez y parte de su adolescencia
había sido muy creyente. Solía recordar ante sus amigos su primera comunión.
Llegó a imaginar al cielo como un lugar bellísimo al que se llegaba a través de
una gran escalera .Morir pronto era un sueño para lograr ese privilegio.
Más tarde, después de haber leído muchos libros sagrados, estuvo seguro
de la existencia de Dios, pero afirmaba que era muy difícil identificarlo entre
tantas manifestaciones que tenía en las diferentes religiones. Entonces diseñó
un altar donde colocó a Cristo junto a Buda, Confucio, Marduk, Osiris, Brahma,
Zaratustra y cuanta deidad recortó en unos libros viejos de arte.
Un día lo visitó Carlojuvenal, antiguo amigo
de farras nocherniegas en los tiempos del liceo, pero ahora transformado en un
furibundo y fanático “pastor de ovejas descarriadas”, como él mismo se hacía
llamar . Le mostró con orgullo el altar, donde una vela iluminaba a los
todopoderosos de papel.
Carlojuvenal inmediatamente, con esa pose teatral, ridículamente solemne
que adoptan con aire superior los que creen tener exclusivamente la razón, indagó:
-Muy bien, pero ...¿A quién le
ofreces esa vela?
La respuesta no se hizo esperar:
-Al que le caiga le chupa.
Lo del ateismo fue otra cosa:
enciclopedistas, utopistas, materialistas alemanes hasta llegar a los
descarados marxistas. Uno de ellos, profesor de anatomía, cuando hacía las
disecciones de los cadáveres en el anfiteatro espetaba irónicamente:
-Como lo ven el alma no aparece
por ningún lado.
No obstante el doctor decía que su ateismo era una forma superior de
religiosidad y había llegado al mismo a
través de la práctica diaria de su profesión. Hizo suyas las palabras de Sábato
de que Dios parece estar detrás de las tragedias.
Se sentía ofuscado mientras examinaba a doña
Eusebia. Auscultaba y palpaba, pero ¿Para qué?, da igual. Los presentes,
silenciosos y atentos a sus movimientos le parecían una multitud que lo juzgaba
de manera implacable.
-¿Hasta cuándo voy a sufrir,
doctor? Preguntó doña Eusebia con voz entrecortada para luego decir:
-¡No aguanto más este dolor¡
El galeno pensó en lo fácil que es para un adicto conseguir cualquier
droga en una esquina y en lo difícil que es obtener una ampolla de morfina en
el pueblo para un enfermo. Quiso hacer ese comentario; pero la voz de doña
Eusebia con sus lamentos insistentes le
hizo contestarle distraídamente pero con aplomo:
-Debe tener mucha fe y orar
bastante a Dios, quien todo lo sabe y todo lo puede.
Se sorprendió él mismo de aquella respuesta.
-Es tanto mi sufrimiento... que
he perdido la fe en Dios...ya no creo...-dijo la enferma con voz quebrada entre
sollozos , repitiendo esta afirmación por tres veces consecutivas.
Había escampado. Riachuelos color café con
leche se desplazaban ligeros por los bordes de las calles húmedas.
Dos cantos de gallos irrumpieron en el
claroscuro silente de la madrugada.
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